Monday, August 31, 2009

Monica Bernabe Cita con el Mula Lapidador



Foto
El mula Mohamed Yusuf

No sabe hablar quien no sabe callar (Pitágoras)


CRONICA


CITA CON EL MULA LAPIDADOR

Mohamed parece un abuelo tierno pero es uno de los hombres más temidos en el norte de Afganistán. La periodista viaja allí para preguntarle por qué ordenó la muerte a pedradas de una mujer, asesinato en el que participó todo el pueblo, incluida la familia. Otro crimen impune

MONICA BERNABE. Enviada especial a Gazan (Afganistán)

«Tras reunirse con los líderes tribales de seis pueblos, el mulá Mohamed Yusuf sentenció que Mohamed Karim debía ser castigado con 100 latigazos, y Amina, su amante, lapidada por adulterio», lee cansinamente Wahiduddin Arghun en su despacho de la Comisión Independiente de Derechos Humanos de Afganistán (AIHRC), en la provincia de Badakhshan, al norte del país. La oficina es un cuarto pequeño y estrecho, donde casi no cabe el mobiliario: una mesa de escritorio, dos sofás, tres sillones y dos mesitas bajas de café, al más puro estilo afgano de llenar los despachos de trastos.


Wahiduddin tiene en sus manos el informe de la AIHRC sobre la lapidación de Amina, de 29 años, en Badakhshan. «Mohamed Karim fue azotado ante la presencia del mulá Mohamed Yusuf y buena parte de sus vecinos», continúa Wahiduddin, «y Amina murió bajo una lluvia de piedras, con el consentimiento de sus padres y la colaboración de todo el pueblo».

El responsable de la comisión de derechos humanos interrumpe de repente su lectura: «¿Estás segura que quieres escribir sobre este caso?», me pregunta. «Tenemos muchos más». Me propone como alternativas una niña de siete años violada por un chico de 17, o mujeres que se han intentado suicidar a lo bonzo.

Amina murió en abril de 2005, pero hasta hace poco no supe que las 18 personas que presuntamente participaron en el crimen están en libertad. El mulá Mohamed Yusuf, quien ordenó la lapidación, entre ellos. Por eso me propongo entrevistarlo ahora. Recuerdo perfectamente la lapidación de Amina porque buena parte de la prensa española se hizo eco del caso. Impactó especialmente por ser el primer apedreamiento de una mujer en Afganistán tras la caída del régimen de los talibán y en la supuesta era democrática del presidente Hamid Karzai. Human Rights Watch y Amnistía Internacional calificaron la lapidación de «crimen totalmente injusto», y exigieron una investigación.

Wahiduddin me sugiere que informe a la policía de mi propósito por mi propia seguridad, pero creo que el remedio puede ser peor que la enfermedad. El Ministerio del Interior es el más corrupto del gobierno afgano y no son pocos los policías que han participado directamente en atracos y violaciones, y luego han quedado impunes por ser ellos la autoridad.

Amina fue lapidada en Gazan, un pequeño pueblo de la zona rural de Spingul, en el distrito de Argo, al norte de la capital provincial, Faizabad. Emprendo el viaje con un conductor y dos traductores: un chico, Farhad, para entrevistar a los hombres, y una chica, Basira, a las mujeres, porque en Afganistán y especialmente en las zonas rurales, los hombres no pueden ni ver ni hablar con mujeres.

En el camino entiendo por qué Badakhshan -situada en el nordeste de Afganistán, tocando con Tayikistán, China y Pakistán- fue la única provincia del país que los talibán no consiguieron invadir ni imponer sus arcaicos preceptos machistas. Allí las escuelas para niñas nunca se cerraron y las mujeres pudieron continuar trabajando fuera de casa, a diferencia del resto del país. Aun así, todas llevan burka. Por seguridad, dicen.

Atravesada por el sistema montañoso Hindu Kush, la provincia es una zona abrupta, llena de desfiladeros y ríos caudalosos, que en su día la hizo inaccesible a los talibán, y ahora, inhóspita para vivir. El vehículo no puede remontar las pronunciadas pendientes de tierra y piedras, y a menudo hay que bajar y empujar.

El pueblo donde Amina fue sepultada en vida está a una hora y media en coche de Faizabad. A vista de pájaro parece un lugar idílico, de aquellos a los que irías a pasar unos días de vacaciones en una casa rural. Sus viviendas, de adobe, discurren a orillas del río Spingul, y gallinas, cabras y cobertizos con montañas de paja salpican el paisaje.

Cuando bajamos del coche, medio pueblo ya nos espera en la calle por la sorpresa de ver un vehículo por aquellos parajes y aún más a una extranjera. Por respeto a las costumbres locales, me entrevisto primero con la líder de la comunidad, una joven con cara adolescente que no sabe decirme cuántos años tiene, pero que no aparenta más de 17 y carga en brazos a una criatura de meses a la que amamanta cada vez que se pone a berrear. Me recibe en una estancia cuidadosamente decorada con alfombras y cojines en el suelo, y dos rústicas ventanas de madera. Pronto se arremolinan alrededor otras muchas mujeres. Algunas entran en el cuarto, otras curiosean desde la puerta y las ventanas.

«En esta zona vivimos 300 familias repartidas en seis pueblos y nos falta de todo. No hay ni escuela ni clínicas ni nada», contesta la líder local a mi pregunta sobre cómo son las condiciones de vida en la localidad. Pienso que es la mejor manera de empezar para llegar después a hablar de la lapidación y localizar a la familia de Amina. Confío que, hablando de mujer a mujer, el tema será fácil de tratar. Me equivoco. La líder local conversa amigablemente hasta que menciono el nombre de Amina. «Aquí no fue. La mataron en otro pueblo», declara, pero no sabe decir dónde y asegura que nadie en toda la localidad me puede precisar el lugar.

El mulá del pueblo, Mohamed Asif, en cambio, explica otra cosa. Con aires de respetabilidad, vistiendo una capa verde al estilo del presidente afgano, Hamid Karzai, pero calzando chancletas de plástico en los pies, me dice en tono solemne que la familia de Amina sí que vivió en el pueblo pero se fue años atrás. «Yo no estaba aquí cuando murió. No sé nada más», añade. «Alguien debe quedar», insisto, «¿y sus tíos, su marido o su suegro? Todos vivían en la localidad».

EL ENFADO DEL MULA

No sé lo que el mulá responde, porque mi intérprete ya no me traduce más. «Se ha enfadado. Más vale que nos vayamos de aquí», es lo único que atina a decir. De que el mulá no está contento ya me doy cuenta yo. Tan sólo hay que ver su movimiento de manos y ceño fruncido, y el montón de hombres que poco a poco se concentran a nuestro alrededor y que también se dirigen a mí, pero que no sé lo que dicen.

El traductor no habla, y la intérprete tan sólo me susurra al oído que el mulá está diciendo a la gente del pueblo que no contesten a ninguna de mis preguntas. Más tarde el traductor me revelará las palabras que uno de los hombres ha pronunciado: «Si no viniera acompañado de un afgano, se iba a enterar esta occidental...». Me queda la sensación de que no me cuenta todo lo que oye y decido contratar a otro traductor.

Es obvio que de allí no voy a sacar nada más. Es mejor coger el coche y conducir más allá, hasta Panjdaran, el pueblo de donde es originario el mulá que ordenó la lapidación. Después de lo ocurrido, ya me espero lo peor.

A la salida del pueblo de Amina, cerca de la carretera, me llama la atención una tumba marcada con un palo y un pañuelo de azul celeste, el color del Islam.

En Panjdaran los vecinos del pueblo nos reciben con reverencias y nos llevan hasta una estancia amplísima, con una alfombra y cojines en el suelo que en su día tendrían algún encanto, pero que ahora están sucios y sobados. En un rincón hay una docena de hombres con turbantes sentados. Nos sirven té, pan y caramelos y nos anuncian que el mulá nos recibirá en un momento.

Al cabo de pocos minutos, aparece apresurado en la puerta un hombre de poco más de metro y medio de altura, vestido de forma tradicional, turbante gris, barba blanca y cara afable. Me saluda como si fuera una amiga que no ve desde hace tiempo e incluso me estrecha la mano. «¿Es él?», pregunto a mi intérprete, sin dar crédito a que el mulá que ordenó la lapidación de una mujer se atreva a tocar mi mano en un país como Afganistán, donde los hombres no tienen ningún contacto físico con las mujeres. Lo es. Tengo delante a Mohamed Yusuf, uno de los hombres más temidos en Badakhshan, a pesar de que tiene apariencia de abuelo tierno y simpático.

Yusuf me empieza a explicar que Afganistán necesita ayuda de las Naciones Unidas y de la OTAN, y que afganos y extranjeros tenemos que ser hermanos. Y me enumera algunos problemas de la provincia: «En invierno no hay comida, y las carreteras están en muy mal estado».

Le pregunto por qué él es un líder local y me contesta que primero luchó contra los soviéticos y después contra los talibán, pero que con el gobierno de Hamid Karzai él fue el primero que entregó las armas al gobernador de la provincia. «Por eso todo el mundo me respeta. Soy un hombre bueno y no un criminal». La respuesta me va al pelo para interrogarle sobre la lapidación de Amina. El fue quien la ordenó.

«Eso nunca ocurrió. Soy musulmán, creo en Dios y juro que aquí nunca hemos lapidado a nadie»", responde. «Entonces, ¿por qué estuvo en la cárcel dos días?», le pregunto, según los datos de que dispongo de la Comisión Independiente de Derechos Humanos de Afganistán. «Se equivoca. No estuve dos días en la cárcel sino dos meses»", contesta. El resto de hombres que hay en la estancia -han ido entrando progresivamente y ya suman más de 20- ríen la rectificación. «Me metieron en la cárcel porque soy el líder y tenía que estar con los otros 17 hombres que encarcelaron por error».

Según asegura, a Amina no la mató nadie, sino que se suicidó. «Tomó pastillas para envenenarse porque se había quedado embarazada de un hombre que no era su marido y era una deshonra para su familia». Y añade: «Un periodista afgano se inventó toda la historia de la lapidación y los periodistas extranjeros la copiaron y de ahí vino la confusión. Usted parece inteligente y sabrá ver la verdad».

LA FAMILIA DE AMINA

«Aquí todos somos hermanos y yo aprecio tanto a la familia de Amina como ellos me aprecian a mí», continúa explicando Yusuf, que también dice que los padres de la chica continúan viviendo en Gazan, y también algunos de sus tres hermanas y tres hermanos, tíos y suegro. Nadie se fue del pueblo después de la muerte de la chica. «Tan sólo su marido está trabajando en Irán», afirma el mulá, que asegura desconocer quién fue el amante que la dejó embarazada.

Me despido del mulá diciendo que explicaré en mi periódico toda la verdad y él me corresponde invitándome a quedarme unos días en el pueblo. La verdad se encuentra recogida en el informe de la Comisión Independiente de Derechos Humanos de Afganistán, que hizo una investigación pormenorizada tras el asesinato: «Un martes a las diez de la noche Amina, hija de Mohamed Aslam y casada con Sharafatullah, fue a casa de su vecino, donde vivían dos hermanos, Mohamed Karim y Mohamed Rahim", empieza relatando el informe.

Uno de los dos hermanos, posiblemente celoso del otro, alertó al resto del vecindario y la mujer fue sacada de la casa a trompicones y conducida a la vivienda de su tío. El pueblo llamó al mulá Mohamed Yusuf para saber qué debían hacer con la chica. Yusuf reunió a los líderes tribales de los seis pueblos de la zona y, tras horas de discusión en una mezquita, decidieron que el amante, Mohamed Karim, debía recibir 100 latigazos, y Amina, morir lapidada. Karim fue azotado en medio del pueblo en presencia de todos los vecinos, y después le tocó el turno a Amina.

«El padre de la chica dio su consentimiento para la lapidación», dice textualmente el informe, que añade que Amina fue sacada de la casa entre gritos y golpes por tres de sus tíos, y todos los vecinos lanzaron piedras contra ella, como si de un animal salvaje se tratara. Incluso su padre contribuyó a la lapidación, y posteriormente fue encarcelado junto con 17 hombres más, entre ellos el mulá Mohamed Yusuf. Todos los acusados fueron dejados en libertad tras escasas semanas en prisión. El entonces subgobernador de Badakhshan, Shams Rahman, y el responsable de seguridad, Sha Vahan Nuri, se encargaron de sacar al mulá, y después abandonaron la cárcel todos los demás.

Tras la caída del régimen de los talibán, el gobierno afgano aprobó una nueva Constitución que dice textualmente que hombres y mujeres son iguales ante la ley, y que están prohibidas todas las prácticas tradicionales que suponen una violación de los derechos de la mujer.

Actualmente la situación de las mujeres ha mejorado en Kabul (de nuevo pueden trabajar y estudiar), pero en las zonas rurales sigue imperando el poder omnímodo de los hombres. La sharia (ley islámica) considera delito el adulterio y puede castigarlo, en el caso de las mujeres, con la pena de muerte por apedreamiento. El Corán, sin embargo, no dice nada de eso.

El informe emitido por la Comisión de Derechos Humanos dice textualmente que no se ha podido demostrar que Amina tuviera nunca una relación extramatrimonial. El escrito fue remitido a Kabul, donde posiblemente el gobierno afgano lo dejó en un cajón.

«Pregunte a quien quiera», me ha dicho el mulá Yusuf antes de marcharme. «No hubo ninguna lapidación», insistía a la vez que me invitaba a ver la tumba de la chica: «Está al lado de la carretera», me indica. Se refiere a la sepultura con la que me crucé a la salida del pueblo de Amina. Allí yace la joven, enterrada bajo un pañuelo azul celeste, el silencio de sus vecinos y muchas mentiras.

LA UNICA PROVINCIA QUE NUNCA FUE TALIBAN

Por paradójico que parezca, la lapidación de Amina ocurrió en Badakhshan, la única provincia de Afganistán que los talibán nunca llegaron a controlar. Situada al nordeste del país y fronteriza con Tayikistán, China y Pakistán, es una zona montañosa de difícil acceso. La mayor parte de su población es de etnia tayik, y su capital, Faizabad. Amina murió a unos cien kilómetros al norte de la capital, en Gazan, un pueblo que pertenece a la zona rural de Spingul, en el distrito de Argo.

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