Thursday, August 5, 2010

Guy Maupassant




Recordando a Maupassant
5 August 1850 – 6 July 1893


La Casa Tellier

by Guy de Maupassant

I

Se iba allá, cada noche, alrededor de las once, como se va a un café, simplemente.

Se encontraban seis a ocho, siempre los mismos, no eran juerguistas sino hombres honorables, comerciantes, jóvenes funcionarios de gobierno; tomaban su chartreuse alegremente con alguna de las muchachas, o bien charlaban seriamente con "Madame", a quien todos respetaban.

Luego se recogían a dormir antes de la media noche. Los jóvenes algunas veces se quedaban.

La casa era de familia, pequeñita, pintada de amarillo, en la esquina de una calle detrás de la iglesia de Saint-Etienne; por las ventanas se veía la bahía llena de barcos que descargaban y el gran pantano salado llamado "La traba"; detrás, el costado de la Virgen con su vieja capilla completamente gris.

Madame provenía de una buena familia de campesinos del departamento del Eure. Había aceptado esta profesión igualmente como hubiera sido modista o sirvienta. El prejuicio de deshonra asociado a la prostitución, tan violento y tan vivo en las ciudades, no existe en la campiña Normanda. El campesino dice "Es una buena profesión" y enviarían a sus hijos a mantener un harén de mujeres como los enviarían a dirigir un internado de señoritas.

Esta casa, por lo demás, provenía de herencia de un viejo tío de la cual era propietario. Monsieur y Madame, anteriormente proxenetas cerca de Yvetot, lo habían inmediatamente liquidado pensando que el negocio de Fécamp era más ventajoso para ellos; habían llegado una bonita mañana a tomar la dirección de la empresa que colapsaba en ausencia de sus dueños.

Eran buena gente, que se hicieron querer inmediatamente por su personal y sus vecinos.

El señor Tellier murió de un ataque dos años más tarde. Su nueva profesión lo mantenían entre la molicie y el sedentarismo; engordó demasiado y dañó su salud.

Madame, después de enviudar, era deseada, sin éxito, por los parroquianos del establecimiento; se la reconocía como una persona absolutamente prudente, y las propias asiladas no habían llegado a descubrir nada.

Era alta, entrada en carnes, bien parecida. Su tez, pálida por la oscuridad de ese albergue siempre cerrado, brillaba como bajo un barniz grasiento. Un delgado adorno de rulos, falsos y enroscados, rodeaban su frente y le daban un aspecto juvenil, que contrastaba con la madurez de su figura. Siempre alegre y de cara animada, atraía fácilmente, con un matiz de moderación que sus nuevas ocupaciones no habían podido aún hacerla perder. Las palabras soeces le chocaban siempre un poco; y cuando un muchacho mal educado se refería por su nombre propio al establecimiento que ella dirigía, se enojaba y sublevada. En fin, tenía un alma delicada, y, aunque trataba a sus mujeres como amigas, repetía a menudo que ellas "no eran harina de un mismo costal".

Algunas veces durante la semana, partía en coche de arriendo con una fracción de su tropa; y se iban a retozar en la hierba en la orilla del riachuelo que corre en los extramuros de Valmont. Eran entonces un grupo de señoritas internas fugadas, con carreras locas, con juegos infantiles, toda una alegría de reclusas intoxicadas por el aire libre. Se comía la merienda sobre el césped bebiendo cidra, se volvía a la caída de la noche con un cansancio delicioso, una dulce emoción; y en el coche besaban a Madame como a una muy buena madre llena de indulgencia y complacencia.

La casa tenía dos entradas. En la esquina, una suerte de café de mala fama se abría en la noche a la gente del pueblo y los marineros. Dos de las personas encargadas del especial comercio del lugar eran exclusivamente destinadas a las necesidades de esta parte de la clientela. Servían, con la ayuda de un camarero llamado Frédéric, un rubiecito imberbe y fuerte como un buey, las botellas de vino y los jarros de cerveza sobre las mesas de mármoles inestables, y, con los brazos lanzados al cuello de los bebedores, sentadas a través de sus piernas, fomentaban el consumo.

Las otras tres damas (eran solo cinco) formaban una suerte de aristocracia, y permanecían reservadas a la clientela del primer piso, a menos que fueran requeridas abajo y que el primero estuviese vacío. El salón Júpiter, donde se reunían los burgueses del lugar, estaba tapizado de papel azul y ornamentado de un gran dibujo representando a Leda extendida bajo un cisne. Se llegaba a este lugar por medio de una escalera de caracol terminando en una puerta estrecha, humilde de apariencia, dando a la calle, y sobre ella brillaba toda la noche, detrás de una celosía, un pequeño farol como aquellos que alumbran aún en ciertas ciudades a los pies de vírgenes empotradas en los muros.

El edificio, húmedo y viejo, olía ligeramente a moho. Por momentos, un aroma de agua de colonia pasaba por los pasillos, o bien una puerta entreabierta en el piso bajo hacía escuchar en toda la casa, como una explosión de trueno, los gritos populacheros de los hombres del piso bajo, y ponían en la cara de los señores del primero una mueca inquieta y de disgusto.

Madame, amable con sus clientes y amigos, no se movía del salón, y se interesaba de las murmuraciones de la ciudad que les atañía. Su conversación seria contrastaba con los temas sin sentido de las tres mujeres; ella era como un descanso de los chistes pícaros, de los peculiares panzones que se decían cada noche en esta orgía decente y mediocre de beber un vaso de licor en compañía de mujeres públicas.

Las tres damas del primero se llamaban Fernanda, Rafaela y Rosa la Jaca.

Como el personal era poco, habían tratado que cada una de ellas fuera como una muestra, un compendio del tipo femenino, a fin de que todo consumidor pudiera encontrar allí, un poco más o menos, la realización de su ideal.

Fernanda representaba a la bella rubia, muy gorda, casi obesa, fofa, hija del campo cuyas pecas se rehúsan a desaparecer, y cuyo pelo ondea, corto, claro y sin color, parecido a un cáñamo peinado, le cubría insuficientemente el cráneo.

Rafaela, una Marsellesa, puta de puertos, jugaba el rol indispensable de la bella Judía, delgada, con los pómulos salientes enlucidos de maquillaje rojo. Sus cabellos negros, brillantes como el espinazo de un buey, formaban unos ganchos sobre sus sienes. Sus ojos hubiesen sido bellos si el derecho no hubiese estado marcado por una nube. Su nariz arqueada caía sobre una mandíbula prominente donde dos dientes nuevos, en alto, desentonaban al lado de aquellos, abajo, que habían tomado al envejecer un tinte oscuro como las maderas viejas.

Rosa la Jaca, una pequeña bola de carne toda en el vientre con dos piernas minúsculas, cantaba de la mañana a la noche, con una voz cascada, unos versos alternativamente obscenos o sentimentales, contaba unas historias interminables y triviales, no cesaba de hablar callando sólo para comer y de comer sólo para hablar. Siempre agitada y ágil como una ardilla, a pesar de su gordura y la exigüidad de sus patas; y su risa, una cascada de gritos agudos, estallaban sin cesar, aquí, allá, en el dormitorio, en la despensa, en el café, por todos lados, sin ningún motivo.

Las dos mujeres de abajo, Luisa, apodada Cocote, y Flora, la columpio porque cojeaba un poco, la una siempre vestida como La Libertad con una cinta tricolor, la otra como Fantasía Española con unos cequíes de cobre que danzaban en su pelo zanahoria con cada uno de sus pasos desnivelados, tenían el aire de cocineras vestidas para un carnaval. Parecidas a todas las mujeres del pueblo, ni más feas ni más bonitas, verdaderas sirvientas de posada, se les apodaba en el puerto bajo el sobrenombre de las dos bombas.

Una paz celosa, pero raramente perturbada, reinaba entre estas cinco mujeres, gracias a la sabiduría de conciliación de Madame y a su inextinguible buen humor.

El establecimiento, único en la pequeña ciudad, era frecuentado asiduamente. Madame había dado al lugar una dignidad como si la tuviera; se mostraba tan amable, tan atenta hacia todo el mundo; su buen corazón era tan conocido, que una suerte de consideración la rodeaba. Los clientes la invitaban por cuenta de ellos, exultados cuando ella les expresaba una amistad más marcada; y cuando se encontraban durante el día por sus quehaceres, se decían "Esta noche, donde tú sabes", como diciendo "En el café, ¿no es cierto?, después de comida".

En fin, La Casa Tellier era una costumbre, y raramente alguno se perdía la cita cotidiana.

Sin embargo, una noche, hacia fines del mes de mayo, el primero en llegar, el señor Poulin, comerciante de maderas y ex alcalde, encontró la puerta cerrada. El farolito, detrás de su reja, no estaba encendido; ningún ruido salía del hospedaje, que parecía muerto. Golpeó suavemente la puerta, luego con más fuerza; nadie respondió. Caminó por la calle lentamente y cuando llegó a la plaza del mercado se encontró con el señor Duvert, el armador, que se dirigía en la misma dirección. Regresaron juntos sin mayor éxito. Pero una gran batahola se escuchó repentinamente detrás de ellos, y a la vuelta de la casa, vieron un grupo de marineros ingleses y franceses que aporreaban a golpes de puño las persianas del café.

Los dos burgueses se fueron inmediatamente para no verse comprometidos, pero un apagado "psst" los contuvo: era el señor Tournevau, el salador de pescado, que habiéndoles reconocido, los llamó. Le dijeron la novedad. No había nadie más afectado que él, casado, padre de familia y muy dominado. No venía más que los sábados, "securitatis causa", decía, haciendo referencia a una medida de control sanitario, que el doctor Borde, su amigo, le había revelado se efectuaba periódicamente. Era precisamente su noche y de esta manera estaría contenido por toda la semana.

Los tres hombres hicieron un gran rodeo hasta el muelle, encontrando en el camino al joven señor Philippe, hijo de un banquero, un parroquiano, y el señor Pimpesse, el recaudador de impuestos. Todos juntos regresaron por la calle "de los Judíos" para hacer una última tentativa. Pero los marineros enardecidos sitiaban la casa, lanzaban piedras, dando alaridos; los cinco clientes del primer piso, retornando a su camino lo más pronto posible, comenzaron a vagar por las calles.

Se encontraron con el señor Dupuis, agente de seguros, después al señor Vasse, juez de los tribunales de comercio; e iniciaron un largo paseo que los llevó primero al rompeolas. Se sentaron en línea sobre el pretil de granito y miraban rizarse el oleaje. La espuma sobre la cresta de las olas hacía, en la sombra, blancuras luminosas, extinguiéndose inmediatamente que aparecían, y el ruido monótono del mar rompiendo contra las rocas se prolongaba en la noche a todo lo largo del acantilado. Cuando los tristes caminantes hubieron descansado por un rato, el señor Tournevau dijo:

- Esto no es divertido.

- No lo es -respondió el señor Pimpesse, y regresaron abatidos.

Después de bordear la calle que domina la costa y que se llama "Sous-le-Bois", regresaron por el puente de madera sobre el "Retenue", luego atravesaron la línea del ferrocarril y desembocaron nuevamente en la plaza del mercado, donde comenzó de repente una discusión entre el recaudador, el señor Pimpesse, y el salador, el señor Tournevau, a propósito de una seta comestible que uno de ellos afirmaba haber encontrado en los alrededores.

Los ánimos estaban agriados por el tedio, quizás habrían llegado a los puños si los otros no hubiesen intervenido. El señor Pimpesse, furioso, se retiró. Y un nuevo altercado se produjo entre el ex alcalde, el señor Poulin, y el agente de seguros, el señor Dupuis, acerca del sueldo del recaudador y los beneficios que podría procurarse. Los correspondientes insultos volaban de ambos lados, cuando una tempestad de gritos formidables se desencadenó, y la tropa de marineros, cansados de esperar en vano ante una casa cerrada, desembocaron en la plaza. Se tomaban por el brazo, de dos en dos, formando una larga procesión, vociferando furiosamente. El grupo de burgueses se ocultó bajo un portal, y la horda aulladora desapareció en dirección a la abadía. Largo tiempo aún se escuchó el clamor disminuyendo como un trueno que se aleja; y el silencio se restableció.

El señor Poulin y el señor Dupuis, indignado el uno con el otro, se fueron cada uno para su lado sin despedirse.

Los otros cuatro reanudaron la marcha y volvieron a bajar instintivamente hacia el establecimiento Tellier. Estaba completamente cerrado, mudo, impenetrable. Un borracho, tranquilo y obstinado, daba pequeños golpes en la vitrina del café, luego se detenía para llamar en voz baja al camarero Federico. Viendo que no le contestaban, decidió sentarse en el umbral de la puerta y esperar los acontecimientos.

Los burgueses iban a retirarse cuando un grupo bullicioso de hombres del puerto apareció al final de la calle. Los marineros Franceses berreaban la Marsellesa, los Ingleses la Rule Britania. Hubo una pateadura general contra los muros, después la marea de rufianes reanudó su carrera hacia el muelle, donde una batalla se declaró entre los marinos de ambas naciones. En la reyerta, un inglés se quebró el brazo y un francés se partió la nariz.

El borracho, que permanecía delante de la puerta, lloraba ahora como lloran los borrachines o los niños contrariados.

Finalmente, los burgueses se dispersaron.

Poco a poco se restableció la calma en la ciudad perturbada. De vez en cuando, aún por momentos, un ruido de voces se elevaba, para extinguirse en lontananza.

Sólo un hombre continuaba vagando, el señor Tournevau, el salador, afligido de esperar hasta el próximo sábado; esperaba algún incidente, no comprendía; lo exasperaba que la policía dejara cerrar así un establecimiento de utilidad pública, que supervisa y tiene bajo su tuición.

Regresó husmeando los muros, buscando el motivo; se dio cuenta de que sobre el toldo estaba pegado un cartel. Encendió rápidamente una cerilla que alumbró unas palabras en una letra grande y desigual: "Cerrado por primera comunión".

Entonces se fue, comprendiendo que no había caso.

El borracho ahora dormía, tendido a lo largo y atravesado en la inhóspita puerta.

Al día siguiente, todos los parroquianos, uno después de otro, encontraron motivos para pasar por la calle con unos papeles bajo el brazo para despistar; con una mirada furtiva, todos leyeron el anuncio misterioso: "Cerrado por primera comunión".

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