Thursday, August 5, 2010

Guy de Maupassant



III

Durmieron hasta que llegaron, con un sueño apacible de conciencias satisfechas; y cuando entraron al albergue, refrescadas, descansadas para el trabajo de la noche, Madame no tuvo empacho en decir:

-Es lo de menos, ya me aburría esa casa.

Cenaron pronto, y cuando se hubieron puesto los trajes de combate esperaron a los clientes habituales; y el pequeño farol iluminaba, el pequeño farol de virgen, indicando a los transeúntes que en la majada estaba de vuelta el rebaño.

En un abrir y cerrar de ojos la noticia se difundió, no se supo cómo, no se supo por qué el señor Philippe, el hijo del banquero, tuvo la amabilidad de avisar por un mensajero al señor Tournevau, prisionero en su familia.

El salador tenía justamente cada domingo varios primos a cenar, estaban en el café cuando un hombre se presentó con un mensaje en la mano. El señor Tournevau, muy nervioso, rompió el sobre y se puso pálido: No había más que estas palabras trazadas con un lápiz: "El cargamento de bacalao regresó; el barco entró a puerto; buen negocio para usted. Venga rápido".

Buscó en sus bolsillos, dio veinte centavos al mensajero y enrojeciendo hasta las orejas dijo:

-Es necesario, debo salir.

Le entregó a su mujer la esquela lacónica y misteriosa. Llamó, luego, cuando apareció la sirvienta:

-Mi abrigo, pronto, rápido y mi sombrero.

Apenas estuvo en la calle se puso a correr silbando una melodía, y el camino le parecía dos veces más largo de tanto que era su impaciencia.

El establecimiento Tellier tenía un aire festivo. En el piso bajo las voces ruidosas de los hombres del puerto hacían un ensordecedor griterío. Luisa y Flora no sabían a quién atender, bebían con uno, bebían con otro, mereciendo más que nunca sus sobrenombres de "las dos Bombas". Se las llamaba de todas partes a la vez; no daban abasto para el trabajo, y la noche para ellas se anunciaba ajetreada.

La tertulia del primero estuvo completa a las nueve. El señor Vasse, el juez del tribunal de comercio, el pretendiente habitual pero platónico de Madame, conversaba muy bajito con ella en una esquina; y sonreían ambos como si a un entendimiento se hubiera llegado esta vez. El señor Poulin, el ex alcalde, tenía a Rosa a caballo en sus piernas; y ella nariz con nariz con él, pasaba sus manos cortas por las patillas blancas del viejecillo. Un extremo de muslo desnudo sobresalía por debajo de la falda de seda amarilla levantada, cortando el paño negro del pantalón, y las medias rojas estaban sujetas por unas ligas azules, regalo del vendedor viajero.

La gorda Fernanda, tendida sobre el sofá, tenía los dos pies sobre la barriga del señor Pimpesse, el recaudador de impuestos, y el torso sobre el chaleco del joven señor Philippe, del cual colgaba al cuello su mano derecha, mientras en la izquierda tenía un cigarrillo.

Rafaela parecía estar en tratos con el señor Dupuis, el agente de seguros, y ella terminaba la conversación con estas palabras:

-Sí, mi amor, esta noche, está bien.

Luego hizo sola un pie de vals rápido a través del salón:

-Esta noche todo lo que quieran -gritó ella.

La puerta se abrió bruscamente y el señor Tournevau apareció. Unos gritos de entusiasmo estallaron: ¡Viva Tournevau! Y Rafaela, que seguía girando, fue a caer sobre su corazón. Él la tomó en un abrazo formidable, y sin decir una palabra, la levantó del piso como a una pluma, atravesó el salón, llegó a la puerta del fondo, y desapreció en las escaleras a los dormitorios con su fardo viviente, en medio de aplausos.

Rosa que excitaba al ex alcalde, lo besaba una y otra vez y le tiraba sus dos patillas al mismo tiempo para mantener derecha su cabeza, aprovechando el ejemplo:

-Vamos, haz como él -decía.

Entonces el viejecillo se levantó y, ajustándose el chaleco, siguió a la muchacha buscando en su bolsillo donde dormía su dinero.

Fernanda y Madame quedaron solas con los cuatro hombres, y el señor Phillippe gritó:

-Yo pago la champaña. Madame Tellier, envíe a buscar tres botellas.

-Entonces Fernanda, abrazándolo, le dijo al oído:

-¿Bailemos, quieres?

Él se levantó, y, sentándose delante de la espineta centenaria, dormida en una esquina, hizo salir un vals, un vals ronco, lloroso, del vientre plañidero del instrumento. La muchacha gorda abrazó al recaudador, Madame se abandonó en los brazos del señor Vasse, y las dos parejas giraban intercambiándose besos. El señor Vasse, que había sido antaño un gran bailarín, hacía figuras, y Madame le miraba con ojos cautivadores, con esos ojos que responden "sí, un sí", más discreto y más delicioso que una palabra.

Federico trajo el champaña. El primer corcho saltó y el señor Phillipe hizo la invitación a una contradanza.

Los cuatro bailarines la danzaron a la manera acostumbrada, adecuadamente, dignamente, con afectación, reverencias y saludos.

Después se pusieron a beber. Entonces el señor Tournevau volvió, satisfecho, confortado, radiante. Gritó:

-No sé qué le pasa a Rafaela, pero ella está perfecta esta noche.

Luego, cuando le pasaron una copa, lo bebió de un trago murmurando "Caramba, esto sí que es lujo".

Sobre la marcha, el señor Phillipe inició una ágil polca, y el señor Tournevau se abrazó con la bella judía que tenía en el aire, sin dejar que sus pies tocaran el suelo. El señor Pimpinesse y el señor Vasse habían vuelto con un renovado impulso. De vez en cuando una de las parejas se paraba delante de la chimenea para embucharse una copa de vino espumoso; el baile amenazaba con eternizarse, cuando Rosa entornó la puerta con una palmatoria en la mano. Estaba con el pelo suelto, pantuflas, en bata de noche, animadísima, toda arrebolada:

-Quiero bailar -gritó.

Rafaela preguntó:

-¿Y tú tío?

Rosa exclamó:

-¿Él? Duerme ya, él se duerme enseguida.

Cogió al señor Dupuis que estaba libre sobre el diván, y la polca se reanudó.

Pero las botellas estaban vacías. "Yo pago una", dijo el señor Tourmevau. "Yo también", anunció el señor Vasse. "Lo mismo yo", concluyó el señor Dupuis. Entonces todos aplaudieron.

La fiesta estaba armada. De vez en cuando, Luisa y Flora subían rápidamente, hacían una apresurada vuelta de vals, mientras que sus clientes, abajo, se impacientaban; luego volvían corriendo a su café, con el corazón henchido de pena.

A medianoche se bailaba aún. Algunas veces una de las muchachas desaparecía, y cuándo se la buscaba para un frente a frente, se daban cuenta en ese momento que un hombre también faltaba.

-¿De dónde vienen ustedes? -preguntó graciosamente el señor Phillippe, justo en el momento que el señor Pimpesse entraba con Fernanda.

-De ver dormir al señor Poulin -contestó el recaudador.

La frase tuvo un éxito enorme y todos sucesivamente subían a ver dormir al señor Poulin con una u otra de las señoritas que se mostraron de una complacencia inusual. Madame cerraba los ojos; tenía largo ratos privados con el señor Vasse como para ultimar los detalles de un affaire ya acordado.

Finalmente, a la una, los dos hombres casados, el señor Tournevau y Pimpesse, dijeron que se retiraban, y querían saldar sus cuentas. Se les cargó solamente el champaña, y, más aún a seis francos la botella en vez de diez francos, el precio de costumbre. Y como ellos se asombraron de esta generosidad, Madame, radiante, les respondió:

-Porque no todos los días es fiesta.

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