Tuesday, October 26, 2010

24 Horas en la Vida de una Mujer Final by Stefan Zweig



Final de 24 horas en la vida de una mujer........

Después, al cabo de los años, encontrándome en una fiesta de sociedad con un joven polaco attaché de la Embajada austríaca, contestando a ciertas preguntas mías sobre la familia del muchacho jugador, dijo que, diez años atrás, en Montecarlo, se les había suicidado un hijo. La noticia no me produjo la menor impresión. El recuerdo no me causaba ya dolor alguno y - ¿para qué disimular nuestro egoísmo? - la noticia me proporcionó cierto placer, por cuanto con ella desaparecía todo temor, el temor de encontrarme nuevamente con él alguna vez. No existía, pues, ningún otro testigo contra mi que mis propios recuerdos. A partir de aquel instante, sentíame más tranquila. La vejez no implica más que cesar de sufrir por el pasado.

Y quiero también ahora que comprenda por qué, de súbito, me decidí a confesarle este episodio de mi propia vida. Cuando usted defendía a la señora Henriette afirmando con decidida convicción que veinticuatro horas eran más que suficientes para decidir la suerte de una mujer, yo me sentí, además, agradecida porque por primera vez me veía comprendida. Entonces pensé que, una vez que hubiera confesado el secreto que pesaba sobre mi alma, quizá lograría librarla de esa opresión y de la obsesionante necesidad de mirar hacia el pasado, inmediatamente, al siguiente día, podría retornar a los lugares y penetrar incluso en la misma sala donde se decidió mi destino, sin experimentar la menor sombra de odio ni hacia él ni hacia mí misma. Y, en efecto, mi corazón parece haberse libertado de la losa que lo abrumaba, y ésta con todo su peso se ha hundido en el pasado, para no levantarse nunca mas. Me ha hecho un gran bien el confesarle a usted todo eso: me siento más agil, casi gozosa... y le doy las gracias por ello.




Luego de pronunciar estas palabras se levantó. Comprendí que su relato había concluído. Un poco turbado y confuso quise decirle algo; pero ella pareció adivinar mi esfuerzo y en el acto me disuadió:

- No; se lo suplico; no hable ... No me responda nada, no me diga nada. Le estoy profundamente agradecida, y ... ¡buen viaje!

De pie, ante mí, tendióme la mano. Involuntariamente contemplé su rostro y entonces me sentí conmovido y maravillado ante la expresión de la anciana señora que, amable y a la vez cohibida, tenía ante mí. ¿Era, acaso, el reflejo de la antigua pasión? ¿El rubor, lo que arrebolaba, de súbito, sus mejillas, hasta la raíz del cabello? Estaba ante mí cual una doncella candorosamente turbada, abochornada de sus recuerdos y de su propia confidencia. Conmovido sincera y profundamente quise testimoniarle, con unas palabras, mi respeto; pero no pude hablar. Entonces me incliné, besando respetuosamente la mano trémula y marchita cual una hoja de hierba en otoño.

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